"Facio" Martinez protagonista de una tragica Historia...

La muerte suele llegar en las ciudades envuelta en una trifulca difusa, con delicuentes como protagonistas, después de las frenadas de un auto de vidrios oscuros, de noche, cuando un grupo de pibes espera en una esquina que llegue la diversión, y otro, más organizado, aprieta el acelerador haciendo puntería. Estos son los asesinatos de los que nos ocupamos cada semana: son lo clásico del policial moderno. Es raro ver un crimen que puebla la página policial con la consistencia del campo: como el del 23 de enero, el del peón que decidió no dejarse maltratar por un patrón de doble apellido; el de Bonificacio Martínez, hombre silencioso y sumiso, hasta que después del último insulto fue por la escopeta al rancho y calló al patrón, Marcos Pizarro Costa-Paz, de un solo perdigonazo que le achuró el cuello. Fue en el campo El Micheo. Esto es a unos cincuenta kilómetros, de González Chávez, a unos 35 del pueblo de De La Garma y sus 1800 vecinos, a 15 de Juan E. Barra, y de sus 300 habitantes. La distancia hace al asunto: en la soledad aislada de la pampa se coció el odio vengador y en esa lejanía se zanjó con sangre. Al policía Luis Forte, 52 años, a cargo del puesto de Barra, nunca le había tocado en suerte un homicidio. Se metió en la bonaerense después de que la metalúrgica de aros de disco de De La Garma cerró en el 87. Se venían tiempos fuleros y con su mujer ya tenían tres pibes. Le tocó el destacamento del pueblo, hasta que en el 2001 lo mandaron con casa incluida a Juan E. Barra. Ahí se quedó hasta ahora, y en estos años fue que se hizo amigo de Bonifacio. Lo conoció como se conoce la gente en el campo, tomando mate, por horas, en largas tardes de dejar que las 600 vacas de Pizarro Costa-Paz pasten, antes de arrearlas a otro rincón de El Micheo y sus casi 700 hectáreas. Por eso Forte conoce la historia: por eso entiende lo que pasó el 23 a las cuatro de la tarde, lo que le avisaron los testigos apenas ocurrido el hecho. Cerca de El Micheo vive un estanciero vecino que quiere hablar pero no aparecer ni pintado. Don Alberto, lo llamaremos, describe a Bonifacio como un tipo grande, de 1.90, flaco como el que se alimenta a yuyos y charqui, reservado; un tipo laburador que nunca se peleó con nadie, ni con los cazadores furtivos que de vez en cuando se le colaban en el campo. Reservado, pero duro, dice el hacendado, respetuoso de la bravura del peón. Aunque otros peones de la zona, conocidos de Martínez, dicen, crueles, que “ya estaba gastado”. Todos sabían lo fundamental de Bonifacio: que era analfabeto, que llevaba 30 años en el mismo campo, y que este, el muerto, era más o menos el quinto patrón que tenía por el mismo trabajo. "El respeto a lo que la persona considera su derecho a ser tratado de una determinada manera, que se le pague, que no se le maltrate a él, a sus hijos, a su mujer, que no se lo acuse de vago o de ladrón. Si no se cumplen pueden terminar en una pelea”. Su amigo, Alonso Isidro, lo había visto llegar hace 30 años a estos lares desde Tres Arroyos, la ciudad en la que ahora está preso a la espera de un juicio. Lo había visto emparejarse con doña Rosa, hace unos 23, 25. Y sabía que ya grandes los dos, no habían querido tener hijos pero habían criado a las hijas del primogénito de ella, ahora dos mujeres ya grandes y casadas en De La Garma y San Cayetano. Alonso Isidro dice: “Era callado, era para tenerlo de amigo y no faltarle el respeto”. Alonso y Don Alberto conocen la casa que Pizarro Costa-Paz le daba para vivir a don Bonifacio: una casa pequeña, sin luz ni gas, con una bomba de agua, techos que se llovían, de material pero desvencijada por el tiempo, con ventanas sostenidas por palos. Los hombres de la zona conocen al hombre que disparó, y sabían del hombre muerto, pero sobre todo tienen claro cómo era el terreno en el que se cocinó el encono. La tierra no era la mejor al noreste de la próspera Tres Arroyos: es un potrero enorme, de casi 700 hectáreas, con pastos altos y sin alambrados internos, lo que hacía más difícil el arreo y más fáciles los errores, las vacas sueltas, los terneros que se escapan. “Es un campo medio pelo, está muy mal de estructura, mal de alambres perimetrales”, dice otro estanciero, que estuvo a punto de arrendarlo hace algunos años. “Los corrales no eran adecuados, lo que hacía muy complicado el trabajo de encierre del ganado”, explica. Por eso, por el precio bajo, debe ser, piensan, que Pizarro lo arrendó hace justo tres años. Al día siguiente de su muerte se le vencía el contrato, y no había renovado, por eso tenía que llevarse toda la hacienda esa misma tarde. Por eso no fue un día típico para Bonifacio, acostumbrado a la tranquilidad de una rutina casi inquebrantable: como nunca tuvieron luz, él se metía a la casa apenas oscurecía. A eso de las dos, tres de la madrugada se despertaba y prendía la radio. A las cuatro y media se levantaba. Ya de día, agarraba el caballo y recorría el campo al galope. Pocas veces se lo vio en el pueblo en estos treinta años, unas cuatro, si acaso. Las compras las hacía su mujer en un Falcon Verde viejísimo. Martínez nunca había aprendido a andar más que montado. En ese silencio ganado por la constancia del peón era que irrumpió, según cuentan al menos siete testigos, la voz prepotente del joven hacendado Pizarro Costa-Paz. Lo hacía para llamar la atención del peón que le cuidaba la hacienda con reproches que no mantenía en privado; lo hacía delante de gente, para peor. "En ese silencio ganado por la constancia del peón era que irrumpió, según cuentan al menos siete testigos, la voz prepotente del joven hacendado Pizarro Costa-Paz. Lo hacía para llamar la atención del peón que le cuidaba la hacienda con reproches que no mantenía en privado; lo hacía delante de gente, para peor." Es feo hablar de un finado, dicen en los pagos de Bonifacio, pero nadie quiere dejarlo solo en el calabozo en el que lo visita su mujer media hora por día. Son al menos cinco las fuentes –entre peones y estancieros de la zona—que definen a Pizarro Costa-Paz como “una persona soberbia”, “altanero”, “de mal trato”, alguien que “quería llevarse el mundo por delante”. Y esa manera, esos modos rompían, según todos con los códigos no escritos de los lugares en los que la ley está lejos como la ciudad más cercana. “En el ámbito rural funciona lo que se llamarían códigos, pautas culturales del mundo rural –dice el doctor en historia por la Universidad de Oxford, Edgardo Míguez, autor de El mundo del Martín Fierro-. Ciertas normas no escritas de lo que está y no permitido en relación al respeto que una persona se merece. El respeto a lo que la persona considera su derecho a ser tratado de una determinada manera, que se le pague, que no se le maltrate a él, a sus hijos, a su mujer, que no se lo acuse de vago o de ladrón. Si no se cumplen pueden terminar en una pelea”. Pizarro Costa-Paz tenía ese defecto, pero no era el único. Era descendiente directo de Julio Argentino Roca: el bisabuelo de su madre, Alejo Agustín Roca Paz, era hermano de Julio Argentino Roca, el general que comandó el exterminio indígena en la Conquista del Desierto. El patrón también rompía algunas normas escritas, como la nueva Ley del Peón Rural, sancionada hace ya un año, según la cual el trabajador no sólo tiene derecho a una vivienda digna sino a un salario pagado en término. Nada de eso formaba parte de los derechos de Bonifacio, como le ocurre aún a unos 600 mil peones de los 900 mil que hay en la Argentina. En las viejas formas de la explotación del peón estaba el pago en comida. “Acá lo que se acostumbra es que si vos tenés un empleado le tenés que dar todos los “vicios”: gas, fideos, carne, papas, aceite. Pizarro no se los daba”, lanza Don Alberto. Alonso Isidro denuncia: “Él me contaba que el patrón se atrasaba mucho en los pagos. Entre tres y cuatro meses. Tenía motivos para juntar bronca. Estaba muy mal”. Y Don Alberto completa: “Este chico –por el joven Pizarro Costa-Paz- le faltaba el respeto, le decía cosas: que no servía, que era un viejo inútil. Si te lo dicen solo es una cosa, agachás la cabeza y te vas. Pero él lo trató muy mal delante de 14 o 15 personas”. "El patrón también rompía algunas normas escritas, como la nueva Ley del Peón Rural, sancionada hace ya un año, según la cual el trabajador no sólo tiene derecho a una vivienda digna sino a un salario pagado en término." Habían sido 14, sumando a los vacunadores del Senasa que ese día habían tenido que trabajar a destajo. Pizarro el año pasado no había vacunado contra la aftosa a sus vacas. En general es algo que se hace dos veces al año, en marzo-abril y en septiembre-octubre. Para poder trasladarlas a otro campo tenía que hacerlas vacunar. El día anterior había sido de arreo, encerrar a las vacas para tenerlas listas y subirlas al día siguiente a los camiones. A las cuatro de la tarde, al calor de un sol oblicuo, Bonifacio hacía su trabajo en el yugo, el cepo por donde pasa el animal para subirlo a los camiones. En esas, como si el diablo hubiera querido, se le escapó una vaca. En esas, como era habitual entre ellos, el patrón le pegó el grito. Nadie ha dicho en sede judicial ni ante el cronista cuál fue el insulto que ofendió al peón. Sí se sabe que no contestó. Abandonó su puesto y caminó, resuelto, los cincuenta metros que hay hasta la casa. Bonifacio volvió con la calibre.28 de doble caño en un brazo. -Viene con una escopeta-, le dijeron los camioneros a Pizarro. Pizarro trató de calmarlo: -Vamos, Martínez-, le dijo. Cuando estaba a dos metros de distancia le disparó en el cuello. Los medios que contaron la historia la semana pasado dijeron algo que no ha podido ser confirmado, que Bonifacio dijo: “a mí nadie me grita”. Puede que haya sido. Los seis camioneros y el encargado de otro campo de Pizarro huyeron. Junto al yugo quedaron, Pizarro Costa-Paz, agonizante; en silencio, Bonifacio Martínez. En la casa, inmóvil, Rosa Pesarini. Los choferes tuvieron que hacer varios kilómetros para tener señal. Entonces llamaron la policía en De la Garma. Ellos le avisaron a Luis Forte, en Juan. E. Barra. Forte, poco acostumbrada a grandes noticias, apenas si había tenido que investigar el abigeato común de los campos, o un robo en la hacienda El Toro de donde se llevaron hace como seis años una camioneta, muebles y una motosierra que terminaron siendo recuperados. El 23 pasadas las cuatro de la tarde supo del homicidio y salió en su patrullero, solo, hacia El Micheo. Encontró a Bonifacio parado en el guardaganado. Había dejado la escopeta sobre la mesa. Tenía los brazos rendidos, al costado. -Qué pasó, viejo-, le preguntó el policía. Martínez, conmocionado, sin dejarse quebrar por el llanto, lo abrazó. -No me puede retar-, le dijo. Atrás llegaron los patrulleros de De la Garma y una ambulancia. Forte se quedó junto a Pizarro, que seguía vivo. Martínez fue subido al patrullero de De La Garma y él se quedó con el patrón, que todavía seguía con vida. Al peón lo llevaron a la comisaría de Tres Arroyos. El patrón murió en la ambulancia. Lo velaron en la ciudad de Buenos Aires, lo despidieron con una misa en la Basílica Nuestra Señora de Pilar y lo sepultaron en el cementerio de la Recoleta. En el diario La Nación fueron decenas y decenas los avisos fúnebres publicados por diversas familias más o menos patricias y por amigos y amigos de hermanos. Leerlos no deja de ser conmovedor. Hablan de un tipo alegre, y de sus tres hijos pequeños. El crimen rural vuelve, irrumpe, como el disparo de una .28 en medio de la pampa agreste.

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